Es una cuestión de percepción
Y debo decirte que confío plenamente
en la casualidad de haberte conocido
Julio Cortázar
El inicio de la vida en la Tierra supone un cambio profundo de vibración: pasamos de un estado de totalidad e indiferenciación a un mundo dual, marcado por la separación. Apenas nacemos, como si siguiéramos una gran coreografía, comienzan a desplegarse movimientos destinados a evitar el vacío que produce ese corte; sin embargo, paradójicamente, esos mismos mecanismos perpetúan la sensación de separación. En un principio, esta experiencia se vive a través de los vínculos primarios, especialmente con la madre o con quien ejerza esa función.
A medida que crecemos, nos identificamos con patrones de pensamiento que nos otorgan una intensa sensación de “yo”, una identidad que nos dice quiénes creemos ser. Siguiendo a Jung, este es el desarrollo del ego: la parte de la psique que reúne los sentimientos, ideas y percepciones conscientes con las que nos identificamos.
Llegamos así a la adultez como individuos diferenciados, aferrados a nuestra luz y dejando de lado la sombra. Sin embargo, en lo profundo nos sentimos desconectados de nuestra esencia y anhelamos regresar a aquella totalidad amorosa previa al nacimiento. Intentamos reencontrarla a través de nuestros vínculos, sobre todo en la pareja, alimentados por el mito platónico de las almas divididas o “almas gemelas”, en busca de aquello que nos complete. Erich Fromm, en El arte de amar, sostiene que la necesidad más profunda del ser humano es superar su separatidad, escapar de la prisión de la soledad.
La vida, en este sentido, es una paradoja: nos identificamos con el ego para construir un mundo relativamente seguro, pero al mismo tiempo nos sentimos separados de nuestro ser esencial, viviendo en el miedo y la carencia. El ego, aunque necesario para transitar la experiencia humana en el plano físico, es también profundamente inseguro. Lo crucial es reconocer que no somos nuestro ego, ni nuestros pensamientos, deseos o expectativas. Cuando percibimos que hay algo más allá de él, nos acercamos al reconocimiento e integración de los aspectos en sombra que proyectamos sobre otros. No se trata de disolver el ego, sino de ir más allá, aceptándolo como parte de nuestra humanidad.
La existencia terrenal nos lleva a buscar seguridad, aunque atravesemos tormentas que nos dejen sintiéndonos expuestos, solos o desviados de nuestro camino por el encuentro con otros. En este viaje, la astrología puede ofrecer respuestas a muchos interrogantes existenciales. Al nacer, el cielo se estabiliza y la carta natal comienza a vibrar en sintonía exacta con las energías planetarias del momento. La Luna, símbolo de la función materna, asume un papel protagónico: este primer vínculo no sólo será central en la infancia, sino que marcará nuestra forma de comprender y vivir el amor en la adultez.
La carta natal es una red de conexiones que evoluciona junto con nuestra conciencia. Algunos núcleos energéticos concentran nuestra atención, mientras otras energías permanecen ocultas, conformando la sombra de la que habla Jung. Aquello que desconocemos o rechazamos de nosotros mismos se proyecta en experiencias y personas que nos devuelven aspectos íntimamente propios. Así, sin entrenarnos para percibir totalidades, terminamos viviendo la totalidad mandálica de la carta: unas veces como conciencia, otras como destino.
Todo encuentro obedece a esta lógica sincrónica, incluso aquellos que nos duelen o resultan tóxicos. Por lo general, los vínculos conflictivos desafían la imagen que tenemos de nosotros mismos. Aunque todo vínculo encierra un aprendizaje, reconocerlo no significa permanecer en relaciones que atenten contra nuestra integridad. Alejarse de circuitos de daño es no sólo recomendable, sino necesario, ya que las relaciones basadas únicamente en conflicto se autodestruyen y generan un desgaste profundo.
A menudo creemos, erróneamente, que una relación feliz es aquella en la que coincidimos plenamente con el otro en pensamientos, sentimientos, gustos e intereses, como si fuera una danza sin notas disonantes. Esta ilusión es común en el enamoramiento, pero bajo la superficie late una energía que, al tensar el vínculo, sostiene la atracción y alimenta la alquimia necesaria para la transformación mutua.
Podemos pensar los vínculos como conjunciones de energías que, entre tensiones y armonías, favorecen la verdadera complementación. El aprendizaje está en descubrir el propósito de cada relación para con nosotros mismos, abandonando la pretensión de moldear al otro según nuestras expectativas y reconociendo en él un espejo de lo que nos pertenece. Asumir esa responsabilidad afectiva con nuestro niño interior nos permite aceptar la diferencia, desarticular la dependencia emocional y abrirnos a un amor más maduro y consciente.

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